martes, 20 de diciembre de 2011

Poder ver más allá

Todas las mañanas decide escaparse. Volar por un maravilloso instante, y jugar a ser gato. Entonces la gravedad no haría mella en su camino adornado de flores y frutas, donde la inocencia dejó su huella tantos años atrás para volverse su eterna compañera. Es mejor ser inocente para no enterarse de los males que causan aquellos que no lo son más alguna vez me dijo.

La plaza es su escenario, un infranqueable anfiteatro donde monta su espectáculo imaginario al mejor postor. Los transeúntes pasan, observan y siguen, como en una dolorosa letanía de la que no pueden escapar. Ya ha escapado de ello, se siente feliz y sin embargo disimula su felicidad ante el marginamiento de los demás.

La flor en el ojal, ese sacón tan viejo y áspero como su propia piel por lo que cualquier incauto podría confundirse con que la prenda es parte de su piel desprendida que pugna por escaparse como se escapa todos los días. Sus pantalones están tan desgastados que son como hojas hechas jirones que tratan de cubrir pudorosamente lo que el qué dirán ajeno no puede dejar pasar por alto.

Sus manos son palomas oscuras que vuelan libres por todo el parque. Dibujan formas extrañas, formas como de auroras o como el raro y gracioso volar de las manos de un director de orquesta que se alza sobre todos para marcar, con sus manos, el camino correcto de quienes atrapan a la platea con su música.

Sus brazos, otrora gráciles, ahora tienen la fragilidad de los brazos de un niño. Brazos que supieron abrazar, cargar, acompañar, ayudar; hoy son dos ramas secas que luchan por no desprenderse del árbol porque no pueden hacer más que estar pegadas a él.

Y es que todavía no se dan cuenta de ello.

Su boca alguna vez supo besar, consolar, cantar, reír, agradecer, acariciar. Su boca, ahora tan marchita como una flor dejada en un nicho abandonado, ya no sonríe. Su boca solamente sabe guardar silencio hasta que sea el momento apropiado. Entonces dispara dardos certeros, como queriendo lastimar a la víctima y lográndolo. Sabe que su poesía es una bala sin revólver, su trayecto es un laberinto sin entrada ni salida aunque ya está dentro de ese laberinto y saldrá cuando lo crea conveniente. Y quien escucha lo que dice no lo entiende, ya que su lenguaje lo comprenden los que son sus iguales.

Sabe que su comportamiento no es el social y políticamente correcto; sabe que la sociedad es terriblemente condenatoria, que es demasiado lenta para aceptar cambios y modas distintas. Lo suyo no es una moda, es un canon impuesto por quienes se autodenominan diferentes y por lo tanto normales porque son mayoría.

Sus ojos son tan profundos como complejos. Ojos que miran a través de los cristales oscuros de quienes ponen esas corazas tan frágiles como frías para no ver la fealdad urbana. Ojos que brillan en la oscuridad, ojos de un ladrón de historias que se las apropia para contárselas a la sociedad y que de una vez por todas pueda escuchar lo que tiene para gritarle. Ojos que ya no lloran porque las lágrimas derramadas en su momento son tan amargas como la hiel, y solo pueden comprenderlas quienes sufrieron lo mismo o peor.

Es quien abre las persianas de la plaza, quien levanta a los pájaros y quien los arropa y manda al sol de regreso para el otro lado del mundo. Es quien de noche habla con las estrellas, sabe el nombre de todas ellas y las saluda una por una ya que tiempo es lo que sobra y quiere tomarse el tiempo necesario para estar con cada una y que las demás no se pongan celosas. La luna es su confidente, guarda todos sus secretos y no se los revela a nadie.

Siempre que encuentra una parejita en la plaza, a cualquiera de los dos les regala una flor acompañada de un poema que inventa en el momento, como un juglar moderno que corre carreras con su amigo el viento sin saber de dónde viene ni adónde va. Lo hace por nada, por el solo hecho de que alguien se sienta mejor de lo que se siente desde hace mucho tiempo, aunque más de una vez declaró ser feliz a su manera sin importarle lo que el resto opine.

Por la tarde alimenta a las las palomas, las que se acurrucan a su alrededor para recibir su bendición y mantiene una charla con todas ellas que los demás no entendemos. Es quien puede hablar con los los bancos, con los senderos, con los setos, con los juegos, y entender sus tristezas, sus miserias y sus sueños de ser seres inanimados en busca de la libertad.

Por la mañana desayuna con el rocío de las flores y con el aire perfumado de ese pequeño microcosmos. No conoce de hambre, ya que su alimento son las risas de los chicos que pasan corriendo para la escuela. No conoce del cansancio, ya que su descanso es ver cuando una madre arropa a su hijo en su regazo o le da de mamar.  No conoce el frío ya que su abrigo es ver una pareja tomada de la mano como alguna vez lo haya hecho hace muchos años. No conoce el calor ya que su alivio es tumbarse bajo la sombra de los árboles, mudos testigos de su libertad a contramano.

Su mayor tesoro reside entre esas cuatro cuadras de avenida febril y apurada, donde los monstruos de metal hacen ruido como amenazando sin llegar a causarle miedo. Su mayor deuda es no compartir ese tesoro, para que no haya nadie igual.

Y sin embargo no se preocupa por deudas, por horarios o por lo que vendrá. Vivir y dejar vivir es su lema. Tiene millones a su manera, y aunque de modo diferente al nuestro, con saberlo y entenderlo a su modo le basta y le sobra.

En este momento observo su grácil letanía de todos los días, su carrerita apurada para ver qué sucede entre los perros de la otra punta de la plaza y me cautiva su especial andar de quien hubiese sido mejor volar. Mira al cielo, nota que el sol se oculta como con vergüenza tras unos nubarrones amenazadores. Los desafía a que suelten su carga bendita ya que no les tiene miedo, porque sabe que son las lágrimas del cielo que llora su dolor.

Hablo de ese personaje tan gracioso como sereno. Tan tranquilo como intempestivo. Tan absoluto como simple. Hablo de la que bien hace honor a su nombre: mi amiga del parque, la loca Soledad.