martes, 6 de diciembre de 2011

Sobremesa


La cuadra en la cual trabajo es famosa ente la gente de oficina de por acá por su ambiente agradable, la vereda llena de sillas y mesas para comer y el boulevard con farolas. Le da un estilo colonial muy particular, más allá de ser donde muere una avenida en pleno San Telmo.
Justamente, el tema que observo el día de hoy, son esos espacios gastronómicos que engalanan el paisaje cotidiano.
Todos saben que no puedo fumar dentro de la oficina, y es por eso que cada vez que salgo a despuntar el vicio trato que sea un momento de reflexión. Venía con una pequeña sequía de temas, pero lo de hoy me llamó particularmente la atención. Y creo que a más de uno le habrá ocurrido cuando se encontró con estas dicotomías tan particulares.
¿De qué se trata este humilde espacio literario, si no es de dicotomías del día a día?
Tanto en la esquina de la manzana donde está mi trabajo, como en la mitad de la cuadra (antes de llegar al tallercito mecánico del rengo Recabarrén) hay un restaurante diferente al anterior. Tres realidades diferentes en un –casi – mismo lugar.
La esquina es un espacio agradable y semi moderno, pero sin perder la esencia de San Telmo: toldos negros desplegables, mesas y sillas desnudas de madera mal barnizada, muchas botellas devenidas en adornos y tango.
Al lado de la anterior oficina donde trabajaba, está el restaurante verde. No sólo porque está pintado, efectivamente, de un desagradable color verde loro que contrasta muy mal con el hierro descuidado de las sillas rústicas e incómodas, sino porque es un espacio naturista para que los que salen del gimnasio llenen los espacios entre sus dientes con porciones vegetales que no llenarían ni a una hormiga en pleno frenesí alimenticio.
Y por último, al lado del ya citado taller, se encuentra el espacio cool para los más jóvenes. El restó bohemio donde se puede hacer el after office, ir a tomar algo con tu pareja a media luz, compartir una picadita con amigos o relajarse mientras tomás un mokaccino y leés el diario de deportes, todo eso engalanado por la simpatía de las mozas.
Tuve el siniestro placer de ir a cada uno de ellos, y a decir verdad, en ninguno me sentí del todo cómodo.
Y lo de aclarar que cuando salgo a fumar me pongo a reflexionar no fue de puro capricho. Siempre que salgo, tengo la costumbre de mirar a quienes están sentados a la sombra de los gomeros o las sombrillas debajo de ellos, y notar la tristeza o el compromiso por el que están almorzando ahí. Es una imagen tan triste como desesperanzadora acerca de la falsedad humana, de la cual ya hablamos, y de la necesidad de ir a dejarse el sueldo en una porción insignificante de nada, en pos de quedar bien ante los ojos del otro.
Y por otro lado, agradezco a Dios el haber encontrado el bolichón de Tito. Un lugar no demasiado pintoresco ni higiénico, con algún que otro cuadro de Gardel, muchas revistas de chismes que le trae el canillita de la mano de enfrente y sobre todo, con mucha gente comiendo. Gente como del barrio, o como las familias que viven en esas casas chorizo de las que casi no abundan, que se juntan a comer los domingos en familia. Risas, carcajadas, truco, vino, soda, noticiero, pan, pastas, empanadas, y un ambiente de camaradería que difícilmente se encuentre en un restó de Puerto Madero o Las Cañitas. Mucho menos, de San Telmo.
Es que olvidé comentarles, oportunamente, que la avenida en la que trabajo divide San Telmo de Constitución. ¿En qué barrio estoy trabajando, entonces?  Por si acaso, no quiero averiguarlo. A ver si todavía me llevo una decepción. Parque Lezama está acá en la esquina, y da toda la chapa decir que trabajás en La Boca…

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