La cuadra
en la cual trabajo es famosa ente la gente de oficina de por acá por su
ambiente agradable, la vereda llena de sillas y mesas para comer y el boulevard
con farolas. Le da un estilo colonial muy particular, más allá de ser donde
muere una avenida en pleno San Telmo.
Justamente,
el tema que observo el día de hoy, son esos espacios gastronómicos que
engalanan el paisaje cotidiano.
Todos saben
que no puedo fumar dentro de la oficina, y es por eso que cada vez que salgo a
despuntar el vicio trato que sea un momento de reflexión. Venía con una pequeña
sequía de temas, pero lo de hoy me llamó particularmente la atención. Y creo
que a más de uno le habrá ocurrido cuando se encontró con estas dicotomías tan
particulares.
¿De qué
se trata este humilde espacio literario, si no es de dicotomías del día a día?
Tanto en
la esquina de la manzana donde está mi trabajo, como en la mitad de la cuadra
(antes de llegar al tallercito mecánico del rengo Recabarrén) hay un
restaurante diferente al anterior. Tres realidades diferentes en un –casi –
mismo lugar.
La esquina
es un espacio agradable y semi moderno, pero sin perder la esencia de San
Telmo: toldos negros desplegables, mesas y sillas desnudas de madera mal
barnizada, muchas botellas devenidas en adornos y tango.
Al lado
de la anterior oficina donde trabajaba, está el restaurante verde. No sólo
porque está pintado, efectivamente, de un desagradable color verde loro que
contrasta muy mal con el hierro descuidado de las sillas rústicas e incómodas,
sino porque es un espacio naturista para que los que salen del gimnasio llenen
los espacios entre sus dientes con porciones vegetales que no llenarían ni a una
hormiga en pleno frenesí alimenticio.
Y por último,
al lado del ya citado taller, se encuentra el espacio cool para los más jóvenes.
El restó bohemio donde se puede hacer el after office, ir a tomar algo con tu
pareja a media luz, compartir una picadita con amigos o relajarse mientras tomás
un mokaccino y leés el diario de deportes, todo eso engalanado por la simpatía
de las mozas.
Tuve el
siniestro placer de ir a cada uno de ellos, y a decir verdad, en ninguno me
sentí del todo cómodo.
Y lo de
aclarar que cuando salgo a fumar me pongo a reflexionar no fue de puro
capricho. Siempre que salgo, tengo la costumbre de mirar a quienes están
sentados a la sombra de los gomeros o las sombrillas debajo de ellos, y notar
la tristeza o el compromiso por el que están almorzando ahí. Es una imagen tan
triste como desesperanzadora acerca de la falsedad humana, de la cual ya
hablamos, y de la necesidad de ir a dejarse el sueldo en una porción
insignificante de nada, en pos de quedar bien ante los ojos del otro.
Y por
otro lado, agradezco a Dios el haber encontrado el bolichón de Tito. Un lugar
no demasiado pintoresco ni higiénico, con algún que otro cuadro de Gardel, muchas
revistas de chismes que le trae el canillita de la mano de enfrente y sobre todo,
con mucha gente comiendo. Gente como del barrio, o como las familias que viven
en esas casas chorizo de las que casi no abundan, que se juntan a comer los
domingos en familia. Risas, carcajadas, truco, vino, soda, noticiero, pan,
pastas, empanadas, y un ambiente de camaradería que difícilmente se encuentre
en un restó de Puerto Madero o Las Cañitas. Mucho menos, de San Telmo.
Es que
olvidé comentarles, oportunamente, que la avenida en la que trabajo divide San
Telmo de Constitución. ¿En qué barrio estoy trabajando, entonces? Por si acaso, no quiero averiguarlo. A ver si
todavía me llevo una decepción. Parque Lezama está acá en la esquina, y da toda
la chapa decir que trabajás en La Boca…
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