miércoles, 30 de noviembre de 2011

Mind the gap

Gran parte de nuestra vida laboral transcurre en el transporte público. La gran mayoría de quienes no logramos emanciparnos económicamente como para comprarnos una moto o un auto sabemos lo que es correr y sufrir a manos de estas "orugas con cabañas que llevan gente en su interior", voto a Les Luthiers. Y más en los días de calor agobiante como los que nos están tocando.
Viajar en tren no deja de resultarme una experiencia tan placentera como estresante. Conozco el paisaje de memoria, tanto interior como exterior. Desde la hora pico matinal a la mañana, situación en la cual alguna vez he viajado en los costados de la locomotora (los memoriosos recuerdan la vez que ardió el sistema de señales de Constitución), en los estribos de los vagones del diesel con todo el cuerpo fuera de la formación o sentado en los topes hidráulicos del último vagón; hasta haber tenido el privilegio de pasar a la cabina del conductor del eléctrico con mi papá teniendo unos pequeños 7 años.
Nunca deja de temer el trabajador promedio a sufrir un percance. Desde los normales arrebatos en los andenes, los cortes en Avellaneda o Wilde, hasta caerse de un vagón lleno de más. O peor aún, ser bajado por un controlador que no tolera que no sacamos boleto o nos pasamos de sección.
Párrafo aparte merecen los vendedores. Es un pintoresco mercado persa sobre ruedas, un interminable desfile que nos promete deleitarnos durante el viaje, quedar bien con poca plata, refrescar nuestro aliento, evitar fugas de energía en electrodomésticos, llevar a los chicos, iluminar motores o ambientes oscuros, ver los últimos estrenos en calidad final, escuchar la mejor música... Nadie se siente molesto, compran o ignoran con el mismo respeto que los vendedores hacen su trabajo. Y la ronda sigue su curso y todos viven.
Pero (siempre hay un "pero" para todo) también están aquellos impunes que hacen esa aventura muy poco placentera. Me refiero a dos tipos de personajes a los cuales desprecio con toda mi alma.
Normalmente, al volver a mi casa, me voy a la otra punta del andén para hacer la fila y viajar sentado y durmiendo en el primer vagón del lado de la ventanilla. Por esto, soy un férreo defensor de no dar el asiento a quienes, en teoría, les corresponde. A ver. Jamás me siento en el asiento individual de al lado de la puerta, ya que tendría que pararme indefectiblemente y por ley. Pero si estoy en medio del vagón... fuck off, no me corresponde. Hacé la fila como la hice yo, dejando pasar 4 o 5 formaciones. Y para no hacer la fila, tenés los bancos en el andén.
Ahora bien, las estaciones intermedias son otra cantata. Y ahí está el punto de mi queja: parece que nadie, NADIE, se da por aludido ante esto. Un lisiado, una embarazada o un padre cargando con su bebé es ignorado absolutamente por quienes se hacen los dormidos y espían furtivamente para ver si otro boludo hizo la obra santa de levantarse.
Ojo que las mujeres tampoco están exentas a la hora de dar el ejemplo eh. Más de una vez un caballero del medio tuvo que pararse porque la ocupante del asiento destinado a tal fin no se dio por aludida. Podría atribuirlo al tono de piel y su formación mental, pero no lo voy a hacer por si el INADI.
Y el otro espécimen del que hablo, es mi tan odiado DJ ferroviario. Ese que con su celular de alta gama, con cuyo costo se podría pagar la deuda externa de un país de África, atormenta al pasaje a fuerza de cumbia de mal gusto a todo volumen. ¿No se inventaron todavía los auriculares? ¿No se inventó todavía el respeto por el prójimo? Y no me vengan con que declaro esto por no gustarme la cumbia; de hecho nunca escuché a ningún metalero hacer esto. Es una cuestión de principios. Lo que tampoco vi, es ningún cortés pedido de algún integrante del pasaje de bajar el volumen, solamente caras molestas y traslados de lugar, ante la cara de indiferencia del providencial pinchadiscos.
He visto, sí, represalias. Pero eso es parte de otro ensayo.
Curiosamente, sin todos estos componentes mis viajes serían muy aburridos. Me gusta sufrir todo esto. Después de todo, nunca está de más un poquito de caos en nuestra ordenada vida, ¿no?

lunes, 28 de noviembre de 2011

Silencio, estamos retrasando lo inevitable

La vida de hospital puede ser tan románticamente televisiva como desesperanzadoramente real. Gracias a mi madre me hice bastante habitué de los pasillos de la salud pública, al punto tal de amar y odiar en la misma medida estos lugares.
Lo cual me lleva a explicar el título de este humilde ensayo escrito en la habitación 115 de un hospital de la zona sur, con el Chaqueño Palavecino de fondo en la tele. En un capítulo de mi serie favorita, casualmente una comedia de hospital, uno de los doctores aseveró que "nosotros no buscamos la salud; simplemente retrasamos el final que todos sabemos que va a ocurrir inevitablemente". Y es una frase que me marcó tanto, que cada vez que paso por una clínica no puedo dejar de pensar  que la Muerte se pasea tranquilamente por sus alas, eligiendo randómicamente a quién dormir en su sueño de eternidad.
Bajo un momento a fumar, y veo la puerta de la guardia allá a unos metros. Un lugar tan frenético como pocas veces vi, ya que justamente, es ahí donde a veces se debate la lucha de la fragilidad de la vida contra la oscuridad de la muerte. En este momento están entrando a un herido de bala. Hace un rato, me conversa el seguridad de la puerta, ingresaron a dos accidentados en moto. Veo las caras de los padres primerizos que traen a sus hijos sin saber lo que les pasan. Veo los ancianos que quedan a merced de esa vorágine humana que los relega al segundo plano. Las enfermeras del turno noche, más dormidas que vivas. Los dos policías que custodian al ladrón atrapado y herido en una pierna.
Y paradójicamente, cruzando la avenida se encuentra un salón de fiestas que, ajeno a todo esto, festeja los 15 años de una jovencita a puro volumen. Hace un rato hizo su entrada con fuegos artificiales. Mi pensamiento, compartido con el de una de las enfermeras, fue “un poco raro poner un salón de fiestas al lado de un hospital, es como si pusiera una funeraria al lado de un jardín de infantes”.
Ya me tocó estar dos veces sobre la camilla, poca gente sabe esto. No voy a dar muchos detalles; simplemente voy a decir que puede ser agradable u odioso dependiendo de la onda que le ponga cada uno. La primera vez fue un suceso que marcó mi vida. La segunda vez hizo que torciera absolutamente todo lo que venía haciendo hasta ese momento. No sé si me haría gracia caer ahora, más que nada porque son ocasiones en que me las arreglé solo por completo y ahora querría lo mismo. Yo y mi costumbre de herir sentimientos ajenos.
De todos modos, quizás no sea tan malo pasar una pequeña temporada ahí adentro. A ver cuántos me llaman para ver qué pasó. A ver cuántos retoman el contacto perdido conmigo. A ver cuántos vienen a verme con ganas, y cuántos vienen a verme con culpa. Incluso, a ver cuántos vienen. Y como todo en mi vida es una contradicción permanente, no tengo ganas que venga a verme nadie. Ahí me viene a avisar la enfermera que puedo volver a subir. Tengo que ir a ver a mi vieja. Tiempo del mea culpa…

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Puro blabla

Vivo de las palabras, tanto las escritas como las dichas al aire. Son vitales para mi trabajo, como también lo son para mi nuevo (o retomado) hobby de blogger newbie.

Leer cómo escriben, ver qué escriben y presenciar dónde escriben cuando las personas escriben, es un ejercicio que me ayuda a estar siempre alerta a varias conversaciones al mismo tiempo. Sobre todo, para saber cómo es el estadio de ánimo del interlocutor. No me convence quedarme con la liviandad del primer vistazo, esa primera impresión asesina tan característica mía. Siempre existe una idea secundaria debajo de la principal, y casi siempre resulta más importante que la primera.

Eso es lo más interesante, si no lo más enriquecedor, de nuestro idioma. Quienes me conocen de cerca saben que la ironía es mi lengua nativa, corolada con toques de sutileza y muchísimo doble sentido dependiendo del caso particular. Mucho me costó balancear todo eso hasta convertirlo en un mix interesante y de buen gusto; por lo tanto me gusta ejercitarlo constantemente.

Además sabemos que esos recursos idiomáticos no son comunes a todos, y son ajenos a unos cuantos. De manera que, quienes sabemos utilizarlos, podríamos ser los conserjes de la Torre de Babel.

Irónicos, alegres, reflexivos, sarcásticos, derrotistas, quejosos, chispeantes, directos, tímidos, reservados, sinceros, picantes... todos los rasgos de nuestra personalidad quedan al descubierto cuando nos expresamos. No quiero decir con esto que se entiende lo que queremos expresar, sino que sencillamente el estado de ánimo es quien queda al desnudo cuando nos expresamos. 

Sobre todo en esta época en que el lenguaje se encuentra tan bastardeado (no me cierra la idea de "aggiornado"), tanto por licencias idiomáticas como por los diferentes... llamémosle dialectos varios de los estratos sociales, el ahorro en las telecomunicaciones (la rapidez de escritura en los sms, programas de mensajería instantánea y redes sociales, haciendo gala todo ello de su informalidad) o el mero desconocimiento de quienes no tuvieron la oportunidad de educarse.

¿Me piden una conclusión? No se puede conocer a una persona por el mero hecho de leer un puñado de expresiones proferido por ella. Quien afirme esto, algo tan clásico de escuchar de parte de tantos filósofos de bar, no es un conocedor sino un ladri. Cuanto mucho, puede dar una idea muy sutil en cuanto a aproximación de la personalidad de la persona, pero solamente rasgos muy externos. Ni hablar, en mi modesta opinión y experiencia de vida, de quienes juzgan la personalidad por su manera de escribir a mano alzada. Eso ya radica en lo puramente descarado, ya que para plantear estas cosas nada mejor que un buen y desconocido psicólogo.

Ahora bien, no sirve de nada ser un literato destacado, o un orador exquisito, si no se cuenta con una platea acorde. Y más allá de la única persona que declara leer este humilde espacio, sé que lo hacen otros internautas cuya opinión respeto muchísimo por estar involucrados en los medios desde hace tiempo y haber demostrado que la pluma es más poderosa que la espada, voto a Jack Nicholson.

Pequeñas alegrías de alguien que se esfuerza en escribir algo ameno e interesante a la vez.

Lo cual hace que me pregunte, tras esta introducción un tanto larga, el tópico que me llevó a escribirla. ¿Por qué cazzo las minas que son las más perras, fiesteras y zarpadas, son las primeras que claman que "ya no quedan hombres!", o ponen una cita de Bucay acerca de lo solas e incomprendidas que se sienten, o un aforismo de Narosky pidiendo por el príncipe azul que las lleve al palacio de cristal en su muro de Facebook? ¿No se dan cuenta que todos los que ya pasamos por esa histeriqueada sabemos de memoria que son las primeras que, después de jurarte amor eterno tras la sexta botella de Frizze, se van derechito al baño a fisurar media hora y después le pasan el teléfono a cuanto chongo se cruce en el medio, o en cuanta red social de trampa puedan conocer? Pero ojo, vos seguís siendo el amor de sus vidas eh, no te confundas...

¡Carajo, qué bronca que me dan!





martes, 22 de noviembre de 2011

Paqueterías

Un turista británico se me acerca. "Where's aveniuda 9 de hulio?" Le contesto en mi clásico redneck. Se va mirándome un tanto extrañado.

Una señora pasea su Teckel; demasiado chico y ruidoso para mi gusto. Algunos gimnastas dan vueltas al trotecito frente a la Embajada de Francia; prefiero ir a Plaza Francia que es más empinada. Un jubilado le da de comer a las palomas; se me antoja un ex presidente derrocado al que no alcancé a votar. O dos. Las amigas que van al after office un tanto retrasadas; va a ser muy raro que me vean en un lugar así. Los ecológicos que vuelven a casa en bicicleta o rollers; qué necesidad de entorpecer el tránsito contaminante.

La parejita de alemanes besándose bajo el farol. La señora que no entiende su nuevo smartphone; le explico cómo enviar el sms que tenía en mente. Dos chicas más que bonitas sonríen tras el piropo de un taxista; todavía quedan caballeros en estos agitados tiempos. Un policía que casi abre un surco de tanto subir y bajar la calle; me está mirando feo porque lo estoy mirando neutral. Una señal de wifi algo distraída; qué bueno que hizo amistad con mi teléfono.

El grupito de japoneses que salen con sus cámaras; sigan un par de cuadras para la izquierda a ver cuántos terminan vivos. El atado de cigarrillos que se me termina; ni siquiera me puedo morir a bajo costo con lo que aumentaron.

La tarde está cayendo, voto a Gustavo Cerati, en Arroyo y Alvear.

La estación de subte me queda en la otra punta; podrían hacer una estación acá eh. El deseo reprimido de tomar un taxi; los viáticos de la empresa no me lo cubren y prefiero ahorrar.

Amo Buenos Aires. Pero odio la secuencia tan milimétricamente preparada y precisa de reloj suizo de todos los barrios recoletos y patricios.

Me quedo sin batería. El wifi se desenamora del teléfono. Se murieron mis ganas de estar acá. Pienso en la hora y media que tengo de viaje hasta m casa y desfallezco. Me fui.


jueves, 17 de noviembre de 2011

Ciudad de Dios, Ciudad del Pecado

La ciudad de Buenos Aires es un ámbito que nunca deja de sorprenderme. Tiene una mezcla de romántica y salvaje como en pocos lugares del mundo pude ver. Desde la paz de los bosquecitos de Puerto Madero, pasando por el frenesí neurótico de Microcentro, hasta la peligrosidad oscura e inquietante de Pompeya.

La fauna urbana es extremadamente variada, siendo una de las ciudades con mayor diversidad étnica de Latinoamérica (sino del Mundo). Y el ámbito ocupacional no se queda atrás. Oficinistas, secretarias, cadetes, cartoneros, políticos, faranduleros, prostitutas, transas, policías, bolivianos, paraguayos, peruanos, judíos, chinos y dominicanas. En medio de eso, hasta se puede encontrar algún que otro argentino. Y cuando se rompe el delicadísimo balance diario, es cuando la ciudad grita a plenos pulmones.

Tránsito imposible, edificios que se caen como casas de naipes, calles cortadas por piquetes, el subte que rebalsa en hora pico, tacheros que no frenan donde tienen que hacerlo, colectivos que no ven hacia los costados, llueve y Santa Fe se transforma en Mar Chiquita, malabaristas que atrasan los semáforos... y en medio de ese infierno dantesco quedamos nosotros, los humildes laburantes que vamos a dejar nuestro sudor para que la ciudad pueda avanzar. Y la ciudad que cada vez nos maltrata más.

Nuestro único deseo es llegar a casa lo más rápido posible, sobre todo cuando salimos de la oficina el viernes a la tarde. ¿Es mucho pedir?

Buenos Aires me enamora. Es la novia perfecta. Todos los estados de ánimo, todas las histerias, todos los problemas. Hasta que se hace de noche, y nos muestra su mejor cara escondiéndonos sus miserias en el suburbio.

¿No será un poco masoquista de mi parte?




La Daga detrás de la Sonrisa

Cada vez que salgo a fumar a la puerta de la oficina, normalmente junto con uno de los abogados del estudio, me entretengo observando a la gente que va y viene en ese clásico vals que es el trajín diario. En especial, me gusta detenerme en las parejas que cruzan enfrente mío.

Hace un rato nomás pasó una parejita de doctores. En realidad ella es enfermera y él, cirujano (el color del ambo los delata). Ella iba parloteando de no sé qué catéter que había colocado fuera de hora laboral. Él iba destilando amor por cada uno de los poros de su cuerpo, aunque aparentemente ella no se diera cuenta. O sí, y sabiéndose dueña de la situación, podría aprovecharse para obtener un aventón hacia su casa.

Más tarde fue el turno de dos chicas que iban de la mano, aunque mirando en direcciones contrarias. La que miró hacia mi lado estaba completamente abochornada; es como que quería querer estar ahí pero una fuerza superior la obligaba a querer salir corriendo. La que miraba para el lado de la calle lo hacía con fastidio, como si supiera que su compañía no estaba del todo cómoda, pero aún así se esforzaba por disimular.

La pareja de policías de la Metropolitana recorría por enésima vez la calle de arriba a abajo, deteniéndose siempre que pasaban frente a Simón, el ciruja de la cuadra. Y nunca se esforzaron en disimular el desdén que les provocaba ver un cuadro tan dantesco dada lo paqueta que es esa cuadra.


Las expresiones de nuestro cuerpo son tan variadas como difíciles de ver. Y lo más curioso es que la dificultad aumenta de manera opuesta a lo que uno creería que fuese lo normal: las demostraciones de amor son más complicadas de percibir, contrariamente a las de odio. Pero lo más triste de todo es que nos resulta más fácil percibir emociones ajenas que van dirigidas a otras personas, más nos es extremadamente difícil darnos cuenta cuando esas expresiones nos las regalan a nosotros.

Supongo que esto es porque cuando el corazón mete su sinrazón, es difícil separar la utopía de la razón.

Nunca tuve ese don, aunque puedo olfatear un mentiroso a millas de distancia. Supongo que con esa capacidad, mi vida sería un poco más fácil. O al contrario, ya que me tornaría un perseguido absoluto que no podría tener un simple rastro de confianza en el género humano. Pero no dejaría de tener un cierto poder sobre el resto de los mortales, y qué es lo que queremos en esta vida sino algo de poder...