Gran
parte de nuestra vida laboral transcurre en el transporte público. La gran
mayoría de quienes no logramos emanciparnos económicamente como para comprarnos
una moto o un auto sabemos lo que es correr y sufrir a manos de estas
"orugas con cabañas que llevan gente en su interior", voto a Les
Luthiers. Y más en los días de calor agobiante como los que nos están tocando.
Viajar
en tren no deja de resultarme una experiencia tan placentera como estresante.
Conozco el paisaje de memoria, tanto interior como exterior. Desde la hora pico
matinal a la mañana, situación en la cual alguna vez he viajado en los costados
de la locomotora (los memoriosos recuerdan la vez que ardió el sistema de
señales de Constitución), en los estribos de los vagones del diesel con todo el
cuerpo fuera de la formación o sentado en los topes hidráulicos del último
vagón; hasta haber tenido el privilegio de pasar a la cabina del conductor del
eléctrico con mi papá teniendo unos pequeños 7 años.
Nunca
deja de temer el trabajador promedio a sufrir un percance. Desde los normales
arrebatos en los andenes, los cortes en Avellaneda o Wilde, hasta caerse de un
vagón lleno de más. O peor aún, ser bajado por un controlador que no tolera que
no sacamos boleto o nos pasamos de sección.
Párrafo
aparte merecen los vendedores. Es un pintoresco mercado persa sobre ruedas, un
interminable desfile que nos promete deleitarnos durante el viaje, quedar bien
con poca plata, refrescar nuestro aliento, evitar fugas de energía en
electrodomésticos, llevar a los chicos, iluminar motores o ambientes oscuros,
ver los últimos estrenos en calidad final, escuchar la mejor música... Nadie se
siente molesto, compran o ignoran con el mismo respeto que los vendedores hacen
su trabajo. Y la ronda sigue su curso y todos viven.
Pero
(siempre hay un "pero" para todo) también están aquellos impunes que
hacen esa aventura muy poco placentera. Me refiero a dos tipos de personajes a
los cuales desprecio con toda mi alma.
Normalmente,
al volver a mi casa, me voy a la otra punta del andén para hacer la fila y
viajar sentado y durmiendo en el primer vagón del lado de la ventanilla. Por
esto, soy un férreo defensor de no dar el asiento a quienes, en teoría, les
corresponde. A ver. Jamás me siento en el asiento individual de al lado de la
puerta, ya que tendría que pararme indefectiblemente y por ley. Pero si estoy
en medio del vagón... fuck off, no me corresponde. Hacé la fila como la hice
yo, dejando pasar 4 o 5 formaciones. Y para no hacer la fila, tenés los bancos
en el andén.
Ahora
bien, las estaciones intermedias son otra cantata. Y ahí está el punto de mi
queja: parece que nadie, NADIE, se da por aludido ante esto. Un lisiado, una
embarazada o un padre cargando con su bebé es ignorado absolutamente por
quienes se hacen los dormidos y espían furtivamente para ver si otro boludo
hizo la obra santa de levantarse.
Ojo
que las mujeres tampoco están exentas a la hora de dar el ejemplo eh. Más de
una vez un caballero del medio tuvo que pararse porque la ocupante del asiento
destinado a tal fin no se dio por aludida. Podría atribuirlo al tono de piel y su
formación mental, pero no lo voy a hacer por si el INADI.
Y el
otro espécimen del que hablo, es mi tan odiado DJ ferroviario. Ese que con su
celular de alta gama, con cuyo costo se podría pagar la deuda externa de un
país de África, atormenta al pasaje a fuerza de cumbia de mal gusto a todo
volumen. ¿No se inventaron todavía los auriculares? ¿No se inventó todavía el
respeto por el prójimo? Y no me vengan con que declaro esto por no gustarme la
cumbia; de hecho nunca escuché a ningún metalero hacer esto. Es una cuestión de
principios. Lo que tampoco vi, es ningún cortés pedido de algún integrante del
pasaje de bajar el volumen, solamente caras molestas y traslados de lugar, ante
la cara de indiferencia del providencial pinchadiscos.
He
visto, sí, represalias. Pero eso es parte de otro ensayo.
Curiosamente,
sin todos estos componentes mis viajes serían muy aburridos. Me gusta sufrir
todo esto. Después de todo, nunca está de más un poquito de caos en nuestra
ordenada vida, ¿no?