martes, 13 de diciembre de 2011

Enfermeras del amor

 

Anita está nerviosa. Sube y baja la calle por enésima vez.

Anita tiene frío, pese a que es una noche por demás calurosa. Anita tiene frío, no en la piel, sino en el alma.

Anita ve pasar los autos caros que la observan como mercancía de intercambio. Los transeúntes la esquivan, la evitan, no la miran. Como si fuera portadora de una peste medieval, o de un mal incurable que merezca una condena social.

Anita lo sabe, y juega a convivir con ese pensamiento sin cuidado. Pero en el fondo, le duele. Son cicatrices que no van a sanar del todo mientras que esto dure.

Anita prende un cigarrillo. Se relaja. Mira su reloj, son las 22:30. La noche recién comienza, hay que parar la olla y su hijo lo sabe tanto como ella.

Anita se acerca al Mercedes que frena frente a ella. Se apoya en el cristal bajo, ofrece lo que tiene para ofrecer. Tal parece que no hay demanda, ya que el Mercedes sube el cristal y parte raudo hacia no se sabe dónde.

Anita se queda con las manos vacías. Se deshace un poco la mata de cabello ondulado que orla su cabeza, se encoge de hombros y vuelve a empezar.

Anita sabe que todo esto se trata de volver a empezar, una y otra vez. Convive con ello. Sabe que es la ley de esta jungla de cemento, donde sobrevive el más fuerte y el más débil queda en el camino. Y ella es fuerte.

Anita vuelve a caminar, una y otra vez, por toda la extensión de la cuadra. Enfrente está el principal Vera, quien la saluda con gesto adusto, por miedo al qué dirán. Pero todos allí saben que el principal Vera es una especie de guardaespaldas de esa zona.

Anita tiene miedo que esta noche sea su última noche. Como siempre. No tiene miedo a morir, tiene miedo al olvido, Y eso, para ella, es peor que morir.

Anita sabe que nadie se enamorará de ella. Esas cosas solamente pasan en las películas. Sabe que el amor eterno no existe, por lo menos en su caso, y si algo existe que sea amor, se termina en lo que dura el rato previamente pactado.

Anita cree que lo que hace es una especie de relación más que perfecta y honesta. Ella sabe lo que quiere, su ocasional pareja –si es que pueda denominársela así – también sabe lo que quiere, y todo queda dentro de las cuatro paredes del hotel o las seis o cuatro ventanillas polarizadas del auto.

Anita quiere que esto se acabe. Y al mismo tiempo quiere que nunca termine. Es contradictoria. Como todas las que juegan a escaparse de su prisión mental y juegan a ser gato, que va de tejado en tejado sin quedarse en ninguna casa ajena.

Anita brega en medio de esa incertidumbre que da el no haber podido ser profeta en su tierra, tener que haber venido del norte hasta la Reina del Plata porque su tierra natal no le dio lo que necesitaba, en busca de los billetes que abundan en las carteras de los adinerados. Extraña dicotomía, abundan los billetes como también abunda el vacío del alma de quienes tienen mucho y a la vez tienen poco.

Anita me ve. Se acerca hasta mí, me ofrece un rato de sudor y gemidos por una módica suma que puedo pagar, aunque no quiero por respeto a ella y a la mujer que me dio la vida. Ella lo entiende, me da un beso en la mejilla y sigue con su peregrinaje de una sola cuadra. Como si fuera una letanía, le escucho repetir una frase algo gastada pero reconfortante: “ojalá todos los hombres fueran como vos, así no tendría que hacer esto”

Anita sabe que soy igual a todos ellos, que de haber tenido la oportunidad lo habría hecho, pero por un mínimo instante tuve un chispazo de cordura. No condeno lo que hace, no comparto lo que hace, pero eso no me hace mejor que los demás ya que con lo que le hubiese dado como pago ella habría tenido algo más de alimento para su hijo y yo hubiera tenido un entremés para mi espíritu. Y hasta quizás podría haberla rescatado, haciendo una visión más romántica de un panorama donde no existe el romanticismo.

Anita no dice nada. Juega a hacer de cuenta que yo sé lo que ella sabe, y al mismo tiempo no lo sabe de la misma manera que no lo sé yo. Y tantos otros. Y eso la hace, en una medida infinita, mucho mejor persona que yo.

Anita vuelve a sentir nervios porque no sabe cómo va a terminar esta historia. Yo tengo miedo de no saber cómo terminar esta narración. Ambos nos vamos, cada uno por nuestro camino, a enfrentar nuestros fantasmas. La noche no dice nada, y no dirá nada más. Igual que Anita.

 

2 comentarios:

Así somos dijo...

Terrible!! Está buenísimo redactado... ME ENCANTÓ (:

Así somos dijo...

BTW soy Aldana, jajaja...