La
vida de hospital puede ser tan románticamente televisiva como
desesperanzadoramente real. Gracias a mi madre me hice bastante habitué de los
pasillos de la salud pública, al punto tal de amar y odiar en la misma medida
estos lugares.
Lo
cual me lleva a explicar el título de este humilde ensayo escrito en la
habitación 115 de un hospital de la zona sur, con el Chaqueño Palavecino de
fondo en la tele. En un capítulo de mi serie favorita, casualmente una comedia
de hospital, uno de los doctores aseveró que "nosotros no buscamos la
salud; simplemente retrasamos el final que todos sabemos que va a ocurrir
inevitablemente". Y es una frase que me marcó tanto, que cada vez que paso
por una clínica no puedo dejar de pensar
que la Muerte se pasea tranquilamente por sus alas, eligiendo
randómicamente a quién dormir en su sueño de eternidad.
Bajo
un momento a fumar, y veo la puerta de la guardia allá a unos metros. Un lugar
tan frenético como pocas veces vi, ya que justamente, es ahí donde a veces se
debate la lucha de la fragilidad de la vida contra la oscuridad de la muerte. En
este momento están entrando a un herido de bala. Hace un rato, me conversa el
seguridad de la puerta, ingresaron a dos accidentados en moto. Veo las caras de los
padres primerizos que traen a sus hijos sin saber lo que les pasan. Veo los ancianos
que quedan a merced de esa vorágine humana que los relega al segundo plano. Las
enfermeras del turno noche, más dormidas que vivas. Los dos policías que
custodian al ladrón atrapado y herido en una pierna.
Y
paradójicamente, cruzando la avenida se encuentra un salón de fiestas que,
ajeno a todo esto, festeja los 15 años de una jovencita a puro volumen. Hace un
rato hizo su entrada con fuegos artificiales. Mi pensamiento, compartido con el
de una de las enfermeras, fue “un poco raro poner un salón de fiestas al lado
de un hospital, es como si pusiera una funeraria al lado de un jardín de
infantes”.
Ya
me tocó estar dos veces sobre la camilla, poca gente sabe esto. No voy a dar
muchos detalles; simplemente voy a decir que puede ser agradable u odioso
dependiendo de la onda que le ponga cada uno. La primera vez fue un suceso que
marcó mi vida. La segunda vez hizo que torciera absolutamente todo lo que venía
haciendo hasta ese momento. No sé si me haría gracia caer ahora, más que nada
porque son ocasiones en que me las arreglé solo por completo y ahora querría lo
mismo. Yo y mi costumbre de herir sentimientos ajenos.
De
todos modos, quizás no sea tan malo pasar una pequeña temporada ahí adentro. A ver
cuántos me llaman para ver qué pasó. A ver cuántos retoman el contacto perdido conmigo. A ver cuántos vienen a verme con ganas, y cuántos vienen a verme con culpa. Incluso, a ver cuántos vienen. Y como todo en mi vida es una contradicción permanente, no tengo ganas que venga a verme nadie. Ahí me viene a avisar la enfermera que puedo volver a subir. Tengo que ir a ver a mi vieja. Tiempo del mea culpa…
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