jueves, 17 de noviembre de 2011

Ciudad de Dios, Ciudad del Pecado

La ciudad de Buenos Aires es un ámbito que nunca deja de sorprenderme. Tiene una mezcla de romántica y salvaje como en pocos lugares del mundo pude ver. Desde la paz de los bosquecitos de Puerto Madero, pasando por el frenesí neurótico de Microcentro, hasta la peligrosidad oscura e inquietante de Pompeya.

La fauna urbana es extremadamente variada, siendo una de las ciudades con mayor diversidad étnica de Latinoamérica (sino del Mundo). Y el ámbito ocupacional no se queda atrás. Oficinistas, secretarias, cadetes, cartoneros, políticos, faranduleros, prostitutas, transas, policías, bolivianos, paraguayos, peruanos, judíos, chinos y dominicanas. En medio de eso, hasta se puede encontrar algún que otro argentino. Y cuando se rompe el delicadísimo balance diario, es cuando la ciudad grita a plenos pulmones.

Tránsito imposible, edificios que se caen como casas de naipes, calles cortadas por piquetes, el subte que rebalsa en hora pico, tacheros que no frenan donde tienen que hacerlo, colectivos que no ven hacia los costados, llueve y Santa Fe se transforma en Mar Chiquita, malabaristas que atrasan los semáforos... y en medio de ese infierno dantesco quedamos nosotros, los humildes laburantes que vamos a dejar nuestro sudor para que la ciudad pueda avanzar. Y la ciudad que cada vez nos maltrata más.

Nuestro único deseo es llegar a casa lo más rápido posible, sobre todo cuando salimos de la oficina el viernes a la tarde. ¿Es mucho pedir?

Buenos Aires me enamora. Es la novia perfecta. Todos los estados de ánimo, todas las histerias, todos los problemas. Hasta que se hace de noche, y nos muestra su mejor cara escondiéndonos sus miserias en el suburbio.

¿No será un poco masoquista de mi parte?




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