viernes, 13 de enero de 2012

Pasarela de barrio

Aquella tarde que fuimos al Tasso con amigos nos pusimos a recordar anécdotas de la infancia de cada uno. A nuestras mentes vinieron ciertos exponentes que alguna vez nos hayan marcado, a tal punto de habernos cambiado la vida en mayor o menor medida.

Hasta un pueblo de 50 habitantes olvidado por Dios tiene personajes barriales. Sumiéndonos un poquito en nuestros recuerdos, fácilmente podremos encontrar exponentes dignos de esta afirmación. Nunca faltan esos casuales que vienen a saludarnos, vemos correr para tomar el colectivo hacia sus trabajos con gesto de cansancio, aquella vecinita de nuestra edad que más de uno habrá suspirado por ella y los que esperan en sus negocios para que alguien decida adquirir aquello que con mayor o menor esfuerzo ofrezcan a cambio de los pocos billetes que dispongan en sus bolsillos.

Nos miramos entre nosotros y Enzo, el más alto y recio de todos, decide tomar la palabra:

-Ya que tiran este tema, se me viene el recuerdo del panadero de la esquina de casa, don Rubén, un obelisco de tres metros pero que tenía un corazón más grande que él mismo… cuando pasaba por la panadería yendo al colegio era un vozarrón que me saludaba “Qué hacés pibeeeeeeeeeeeeee!!!”

Algunos de nosotros sonreímos o exhalamos esas risas que involucran más la nariz que la boca, señal que varios evocaron recuerdos similares. Lautaro se sirve Warsteiner y toma la palabra.

-Bueno, de quien me acuerdo en esta ocasión es de Maruja, la chusma del barrio, era fija que si te ponías de novio al toque lo sabía el vecindario entero. Realmente nunca supe cómo carajo hacía, pero siempre estaba ahí, escoba en mano en la puerta y a la caza del chisme más jugoso que se puedan imaginar.

El ambiente poco a poco se distiende. La charla se prolonga un poco más, y aparentemente no da señales de que termine por un largo rato ya que veo la expresión de varios de los muchachos queriendo contar su verdad. Pero la presencia de esa señorita es como que tiene cautivadas las miradas de todos los presentes… Solange, la muchacha en cuestión, se arrima un poco más a la mesa frente suyo y comienza a relatar, casi como a confesarse diría yo:

-Mi personaje favorito era Lucio, el kiosquero de mi colegio. Era el compañero obligado de todos los recreos a quien las chicas entre las cuales me incluyo (dice mientras se ruboriza un poco) le jeteaban un paquete de palitos salados que en esa época tan hermosa de secundaria costaba tan solo 15 centavos. Era con quien podías ir a tomar unos mates en cualquier hora libre, y era el que te daba clase de comportamiento con tal o cual profesora. También te traía los chismes de la sala de profesores, te pronosticaba exactamente el tiempo para esa tarde y si le hacías unos ojitos de más te ayudaba en los actos patrios… la lástima fue que cuando empezamos quinto no vino más, y al tiempo nos enteramos que un cáncer de pulmón se lo llevó de repente. Yo creo que le debe estar cebando mates a Dios allá arriba y discutiendo con Jesús acerca de cómo salió Chaca ese fin de semana…

Uno de los muchachos se percata que un par de tenaces lágrimas pujan por asomar de sus ojos color miel y raudamente le ofrece un carilina. Todavía quedan caballeros en el mundo, y estas cosas se ven más a menudo en este tipo de lugares.

-Faaaaah, del cole yo me acuerdo de Zulema, interrumpe Miguelito. Era la portera del colegio, una ídola… cada vez que alguno llegaba tarde lo hacía entrar por la puerta del costado, la que daba justo al parque donde formábamos frente a la bandera todas las mañanas, y después nos guiñaba un ojo cómplice con una sonrisa digna de la abuela malcriadora… creo que una vez la pescaron haciendo esto y como habían cambiado de directora la echaron porque al poquito tiempo que se supo no vino más. Y siguiendo con lo último que dijiste –dice, mientras que levanta un poco el mentón dirigiéndose a la muchacha anterior- si ahora estaría de gira por las nubes tendría que ser la portera del paraíso.

Supongo que varios de nosotros nos sentimos un poco tocados por esto, ya que se adivina en el aire un cierto aura de nostalgia, y hasta creo haber captado un disimulado sollozo por allá a la derecha. Sí, me acabo de dar cuenta pero no lo voy a deschavar.

El que pide la palabra ahora es Erwin, un muchachón grandote con una barba no muy cuidada pero con una mirada glauca que quizá está posada en batallas épicas en una tierra lejana o de tiempos distantes, el que posteriormente pude saber un tiempo después, es hijo de una nación castigada por años de crueles matanzas. Por eso supongo que transmite ese aire de luchador nato.

-En el rioba teníamos a Pedro, el pizzero de Las Carabelas, el orgullo de las siete manzanas que abarcaba de clientela. Los viejos sabios que frecuentan la pizzería te cuentan, con tremendos moscatos en la mano, que don Pedro era un brujo que le vendió el alma al Diablo como precio del don de cocinar las mejores grandes de muza que pueda conocer el Hombre. Posta que no les creo nada… porque el cuore del Pedrito es lo más puro que se podía encontrar. Y si hizo lo de la macumba esa, de seguro que se redimió a fuerza de fugazetas rellenas y napolitanas con jamón en vez de conquistar el mundo como creen los demás. Y te pongo la firma eh, que el chabón seguro que tiene la suerte que los Arcángeles le vayan a rescatar el alma del Tártaro y se la lleven al Paraíso, porque ahí capaz le prepararon un horno a leña celestial que lo espera para toda la eternidad.

Ahora estoy más convencido que nunca que alguien se está por quebrar en cualquier momento, porque eso de recién no fue un sorbo al porrón sino un tremendo sorbo de moco con disimulo. Nobleza obliga, y viendo que ya caía la noche rápidamente (como suele suceder en esos casos en que estás disfrutando mucho lo que hacés) tuve que salir al rescate de esa alma compungida que de seguir con el orden lógico de la conversación, sería su turno. El morenito ese con la guitarra al hombro podría escapar por esta vez de una vergüenza general. Me hundo en mis recuerdos, once pares de ojos se posan en mí como esperando que diera una nueva profecía…

-Las estaciones de barrio suburbano suelen ser más viejas que lo normal. Y suelen albergar a curiosos personajes. Me acuerdo del Paisa, el diariero de la parada de Mitre y Dorrego, al que siempre saludaba yo cuando llegaba de estudiar en Avellaneda. Ese kiosco era enorme, e invitaba a la lectura de garrón, lo cual el viejo siempre me permitía pero a mí solo porque mi mamá había sido su gran amor de la juventud “hasta que apareció el hijo del tano Capecci, tremendo galanazo…”. Y mientras que yo degustaba como un poseído los ejemplares viejos de El Tony, Intervalo, Skorpio o las Locuras de Isidoro, siempre pispeaba de reojo al buen hombre que, pava y mate amargo en mano y con Gardel de fondo, no hacía más que mirarme con la ternura con la cual hubiera mirado a un hijo, ese hijo que por avatares de la vida nunca pudo tener. Hoy en día está retirado, pero a veces pasa por el kiosco y si se produce un encuentro entre ambos me sigue saludando con el mismo cariño con el que lo hacía hace casi diez años atrás. Como quien fue testigo de ver cómo un nene que leía sus revistas se transformó ahora en un adulto que de vez en cuando escribe locuras abriendo su alma en agradecimiento hacia quien permitió que su mente se abriera a las mejores fantasías que se puedan imaginar.

De quien también me acuerdo, y que cada vez que lo hago una tremenda nostalgia se apodera de mí, es de Ramona. El loco de la estación de Mármol. Del vamos, Ramona es un tipo muy curioso. Nadie sabe el por qué de su nombre femenino, ni qué guardaba en la cajita de madera que tan celosamente portaba debajo de su brazo izquierdo, brazo con el que fantaseaba pensando que se había secado tomando la forma circular que el porte de la caja hacía obligado. Era el típico tema con el que las madres del barrio asustaban a los niños caprichosos, ya que “si te portás mal Ramona te va a llevar adentro del carrito rojo y no la vas a ver más a mamá”. Pero siempre quise averiguar la naturaleza de ese ser humano que transitaba las calles del barrio, tarareanto pasodobles, tarantelas y tangos. Cierta vez que me encontraba en el barcito de la esquina de Bynnon y King, lugar de encuentro de los estudiantes enamorados, se acercó a la mesa que compartía con mi conquista de 14 años. Sacó una flor blanca de papel, se la entregó y le recitó un pequeño poema. Hasta el día de hoy no puedo recordar qué le había dicho, pero sí puedo recordar la cara de alegría del improvisado juglar cuando Aldana le dijo un breve pero sonrojado “gracias…”.

De ahí en más la relación con Ramona fue creciendo cada día. Me enseñó a llenar las vocales con frutas, las consonantes con flores, a lavar y secar las palabras y colgarlas del techo de la iglesia del padre Ricardo para que el sol puro de la mañana se llevara la carga de culpabilidad de quienes las usaran mal. Me enseñó a amar el canto de los pájaros de la mañana, a disfrutar del sonido de la lluvia en el pasto de la plaza de la estación, a aprender a oír lo que me decían las flores cuando se abrían o las deshojaba recitando la letanía acostumbrada para saber si la señorita en cuestión gustaba de mí. Fue a quien vi bailar con más energía cuando hicimos la murga del barrio, en el club El Fogón. Era quien se acaparaba la plaza para él solo, montando su teatro de títeres imaginarios, improvisándolos con latitas de gaseosa, palitos de helado y envoltorios de galletitas, y me relataba historias que me hacían sentir como si fuera el protagonista. Me enseñó a apreciar las formas de las nubes, a escribir poesías, a estar horas y horas en silencio escuchando únicamente el latido de mi corazón y a saber que había un ser que me quería demasiado para permitirme vivir un día más en su mundo.

No sé qué será de la vida de Ramona. Pero imagino que su espíritu estará vagando por la estación, robándoles la pelota a los pibes del potrero de la playa de cargas o escondiéndole la pastafrola a Doña Marcelina que siempre la dejaba en su ventana y que al rato no la encontraba más. Pero siempre tengo buen cuidado de, cada vez que paso por el túnel de la estación bien de madrugada, dejar una rosa roja al lado de la escalera del andén del medio y gritar con toda la voz que me queda en ese instante de ensueño como si él estuviera ahí “¡chau loco!” Y estoy convencido que esa brisa fresquita que siempre corre por ahí abajo es el resto de las carcajadas que siempre sabían conmover hasta al más curtido policía que lo persiguiera por robar los gladiolos de la plaza Basetti.

 

Nadie responde. Se ve que los aburrí con lo que conté pero bueno, tenía que salir en auxilio de ese pibito que se había escrachado solo. Pero el cierre lo dio Javier, que se limitó a decir que sus personajes barriales somos nosotros. Eso fue más simple y contundente que todas las historias que pudiéramos haber podido recordar.

¡Mozo, otra copa de ajenjo y que suene tango compañero!

No hay comentarios: