martes, 7 de febrero de 2012

Claroscuro

La calle se hace cada vez más difícil de remontar. Ella lo sabe y, sin embargo, tercamente, sigue haciendo el mismo camino que hizo durante cinco años.

Carga a su hijita a cuestas, en una mochila como las que vemos en las fotografías del altiplano. Esos lugares donde los citadinos suelen ir a dejar atrás sus preocupaciones cotidianas, para ver a la gente que sufre diariamente como si fueran una atracción de circo neohippie.

Pero ella no dejó sus problemas en ese lugar; los trasladó hasta aquí, donde se suponía que se terminarían. En todo caso, habrían de mutar de forma, cambiarían para transformarse en los problemas típicos de quienes habitan en las grandes urbes. Aquellos que son los postergados del progreso, o contribuyen, de una u otra forma, a autopostergarse al no poder ser un diente más en el engranaje que mueve la pesada máquina progresista.

La dueña del lugar donde trabaja le permite salir un par de horas por día para despejar su cabeza del ambiente viciado cotidiano. Y ella se lo agradece volviendo todos los días a dormir, para posteriormente seguir trabajando. Trabaja en uno de esos lugares donde se venden besos al mejor postor, sin preguntar edad o procedencia.

Y entre todas las que tienen la suerte –o la desgracia- de ser madres, ocupan un pequeño cuartito del lugar para cuidar los hijos del despojo ajeno. A veces son los propios clientes los que se transforman en padres sin que se enteren, ya que las madres no permiten el contacto con el exterior. Ella también mantiene esta política; sospecha de uno de ellos, pero nunca irá a preguntar la verdad incómoda.

Su amplia sonrisa no permite ver las penas de su corazón. Su mirada cansina, como de quien ya ha visto todo pero sigue viendo más de lo que querría, se transforma en una mirada radiante cada vez que un oficinista trata de escalar las cumbres de sus pechos, o quiera nadar en el océano de su vientre perfecto. Un instante, dos mentes al unísono, dos corazones que laten al mismo tiempo.

Más de una vez ha tenido que perdonar. Malos tratos, disconformidades, lamentos, gritos. Sabe que no todos son iguales, y a instancias de su fuerte convicción religiosa los perdona a todos en nombre de su Señor.

Todos sus ocasionales conocen al rosario que lleva puesto siempre, como si de cadenas de condena se tratase, y que se niega sistemáticamente a quitarse antes de ir al encuentro del otro. Nunca reconoció por qué lo porta en ese momento, y nadie se aventuró a preguntarle. “La pendeja te intimida”, habrían de comentar por lo bajo los muchachos que la frecuentan. Menos averigua Dios y perdona, parece ser el colectivo imaginario de todos ellos.

Pero ella nunca se encargó de confirmar los rumores. Le basta con que sea así, inalcanzable para todos los que no puedan llegar a la tarifa. La boca de su pequeña es voraz, había que llenar esa panza recién nacida, y ella lo sabe de memoria. De haber tenido oportunidad de educarse correctamente allá donde vivía, o mejor dicho, educarse citadinamente, habría contestado “Business are Business”. Pero claro, la corrección en esta jungla de cemento y carteles la corrección es dictada por la etiqueta y las marcas usadas. Ella es una más del montón, es quien le calma la sed y el hambre a los que dictan esas normas, y dista mucho de saber otro idioma más que el de su tierra natal. Es feliz, feliz a su manera, y se alegra de su ignorancia. “Más sabés, más te preocupás” había escuchado de una canción al pasar, y eso la marcó a fuego por el resto de sus días.

Y la ronda sigue su curso y todos viven. Los señores de traje y corbata liban de sus formas como un perdido bebería de un oasis en medio del desierto. Ella obtiene lo que necesita para que su pequeña viva, y ella misma sobreviva. El oscuro de su piel contrasta con lo claro de su corazón. Clara, la jujeña del putero de Pellegrini, el mal ejemplo social que al mismo tiempo calma la mente de quienes declaman al viento que hay que mantener la moral y las buenas costumbres, tiene el alma tan clara como su nombre. Y curiosamente su hija lleva otro nombre determinante.

No por nada, cada vez que su madre se dirige a ella, la llama Esperanza.

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